Anoche te vi
pasar

La sorpresa es el núcleo de toda imagen significativa: aquello que detiene el tiempo, que transforma lo habitual en prodigio. Esta exposición adopta esa premisa estética y ética. La fotografía análoga aquí es una técnica y una forma de entrega al mundo: mirar como si todo se revelara por primera vez, con atención radical al detalle, al gesto mínimo, a la luz que resbala en silencio sobre una silla, una olla, una mano, una jarana, un río...

Los ejes que guían esta muestra —paisaje, comida, fandango y peregrinación— son umbrales hacia una zona donde el tiempo se vuelve memoria encarnada. Estos no son solo temas, sino dispositivos de teatralidad que organizan lo visible y lo cargan de potencia política y afectiva.

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Curaduría: Paulina Mendoza

La sorpresa es el núcleo de toda imagen signi cativa: aquello que detiene el tiempo, que transforma lo habitual en prodigio. Esta exposición adopta esa premisa estética y ética. La fotografía análoga aquí es una técnica y una forma de entrega al mundo: mirar como si todo se revelara por primera vez, con una atención radical al detalle, al gesto mínimo, a la luz que resbala en silencio sobre una silla, una olla, una mano, una jarana, un río.


La noche se desliza como una brisa tibia y, en ese instante ambiguo entre la vigilia y el sueño, las imágenes adquieren otra densidad. Los ejes que guían esta muestra -el paisaje la comida, la peregrinación y el fandango- son umbrales hacia esa zona cambiante donde el tiempo se vuelve memoria encarnada. Pero no son solo categorías temáticas: se configuran como verdaderos dispositivos de teatralidad, un orden de la mirada que organiza lo visible y lo dota de potencia política y afectiva.


El paisaje


La naturaleza se puede entender en el son jarocho como el espacio de lo sagrado, de la inspiración para el canto, la esta, el hogar. Los orígenes de esta música se ligan profundamente en el territorio del Sotavento: ríos, mares, montañas, ores y una fauna extraordinaria. En esta muestra destaca el agua, la conexión con los mares. Todo comienza con el agua, uno de los elementos que le da un sentido espiritual al son jarocho. En las orillas del río crecieron comunidades fandangueras que transmitieron la música y dejaron un legado que aún vive en la memoria colectiva.


La comida


Un hombre inclinado revuelve un gran cazo sobre el fogón; el humo se eleva y difumina la luz del amanecer. Detrás, una pila de leña y un triciclo infantil recuerdan que cocinar es tanto rito como juego de generaciones. Aquí, la cocina es centro gravitacional: calor que convoca, sustento que enlaza a quienes llegan, y vapor que guarda los secretos de la tierra. Esta escena no es solo costumbre: es archivo vivo, condensación de gestos y memorias que interrumpen el tiempo.

El fandango


El fandango es tránsito y pertenencia: un latido compartido que se despliega en movimiento, como si la música abriera un corredor entre el ayer y el mañana. Cada cuerpo en la tarima, cada jarana tocada, compone un gesto que convierte lo cotidiano en acontecimiento. Lo que aquí se juega es la música y un montaje comunitario donde el espectador también es convocado a participar.


La peregrinación


El sueño -esa otra forma de caminar- de invocar a los que se fueron mediante las estas, los rezos y los cantos. Estas imágenes recuerdan que toda peregrinación es también una constelación de memorias. La fotografía es un umbral donde el pasado irrumpe en el presente y se proyecta hacia el porvenir.


Bajo el título Anoche te vi pasar, la exposición hilvana al paisaje, la comida, el fandango y la peregrinación como estaciones de un mismo viaje onírico. El blanco y negro análogo funciona como una lámpara tenue que realza la textura del humo, la madera y la piel. cada grano de luz revelado en plata sobre gelatina guarda un segundo de vida suspendida, una chispa que insiste en permanecer cuando la memoria amenaza con difuminarla.


Tal como advierte Joan Fontcuberta, la fotografía no certi ca la realidad: la recrea, la reinventa. Aquí, esa “mentira honesta” se vuelve puente entre el mundo palpable y el territorio del sueño. El espectador es invitado a cruzar ese puente sin prisas, a respirar el olor a leña, a seguir el compás de las jaranas, requintos, leonas y, nalmente, a sentarse junto a los ancianos para escuchar todo lo dicho y lo que aún no se ha pronunciado. Porque, quizá, la noche sólo termina cuando reconocemos -en la esquina de un sueño- el eco de nuestro propio paso.